EL MISTERIO DEL "BIEN"
PAUL BRUNTON
Uno de los principales pensadores del siglo XX
De su libro: Ensayos sobre la búsqueda
No acostumbramos criticar a los críticos ni responderles
porque rechacen nuestra obra. Las opiniones humanas son tan variadas, los
puntos de vista intelectuales tan vastamente divergentes, y los temperamentos
emocionales tan distintos que, sólo basándose en esto, en una época u otra, un
autor puede esperar recibir noticias que abarquen toda la gama desde la
alabanza inmerecida hasta el inmerecido vilipendio. Además, no tenemos el
especial deseo de defender nuestra obra. Tan pronto se publica un libro, somos
cada vez más conscientes de sus defectos y errores, de sus deficiencias y
limitaciones. En realidad, somos emocionalmente tan conscientes de aquéllos,
que adrede nos abstenemos de pensar en nuestra labor literaria pasada, debido
al pesar que invariablemente acompaña a ese pensamiento.
Sólo cuando otras personas presentan el tema y tenemos que
tratarlo a fin de responderles o ayudarlas, nos sometemos a esa dura prueba.
Esta actitud se debe, en parte, al cambio de punto de vista y al avance del
conocimiento que, de algún modo, el destino nos aporta poco después de cada
publicación. Lo que subsiste es el hecho de que nuestros libros no nos
contentan y sus imperfecciones nos deprimen. De modo que, a semejanza de
Emerson, temblamos siempre que alguien escribe con aprecio sobre nuestros
libros y ¡suspiramos aliviados cuando alguien no lo hace! ¡Todo lo cual es tan
sólo un preámbulo de declaración de que nosotros mismos somos nuestros peores
críticos!
El importante periódico literario de Inglaterra, The Times
Literary Supplement, habitualmente toma nota de los libros nuestros, y
favorablemente también.
Pero La Sabiduría del Yo Superior cayó probablemente en manos
de un crítico nuevo, si nos es dable juzgar por la prueba interna del enfoque y
la prueba externa del estilo. Ocupa la mayor parte de su espacio criticando
unas pocas expresiones sin importancia del capítulo introductorio, y el resto
con una cita de la mitad del libro, que trata sobre el problema del mal, junto
con una expresión de la opinión del crítico en el sentido de que esta cita (que
según él asegura es el resumen del autor acerca del problema) carece de
"finalidad" y trata al problema "indiferentemente".
Queda sin debatir la mayor parte de la enseñanza del libro y
sus ideas principales. Agradecemos al crítico de The Times que nos llame la
atención sobre lo que humildemente coincidimos en que es un tratamiento
insatisfactorio de un tema importante, aunque deploramos lo inútil de las otras
observaciones dirigidas a lectores que quieren saber qué es lo que el libro
contiene. El tratamiento es insatisfactorio no porque le hubiéramos quitado
alguna parte, sino únicamente porque tal como está es desparejo e incompleto, y
no abarca más que una parte de lo suyo.
Es menester asociarlo con los párrafos del capítulo titulado
"La guerra y el mundo", que se ocupa de la existencia de las
invisibles fuerzas del mal, y con los párrafos del libro preliminar Más Allá del
Yoga, que se ocupa de la necesidad de un doble punto de vista filosófico y
práctico.
Semejante combinación representaría más correctamente la
enseñanza superior sobre este problema, pero ni siquiera entonces la
representaría plenamente. Por tanto, en las páginas siguientes, por la autoría
de ambos libros, hemos procurado ofrecer lo que allí se descuidara y recalcar
más lo que allí se declarara demasiado sucintamente. En realidad, vamos todavía
más allá y afirmamos que no sólo existen los instrumentos visibles y corrientes
del mal —tan evidentes todos ellos alrededor de nosotros— sino también los
invisibles: concretamente, los espíritus malignos. Caer en la magia negra o en
el perverso ocultismo de las malas prácticas místicas es tratar de controlar o
perjudicar a los demás por medios psíquicos o mentales. Los dos puntos de vista
¿Cuál es el verdadero lugar del mal en un universo cuya alma que lo formó es
benévola?
No podemos llegar a la verdad acerca de esto si nuestra
consideración lo aísla artificialmente, sino sólo si lo consideramos como parte
del orden divino del universo. Cuanto ocurre hoy en el mundo, o cuanto ocurrirá
mañana, no ocurrirá fuera del conocimiento divino y, por tanto, no escapará al
poder de las leyes divinas. Aunque para la fe ciega, la presencia del alma se
justificaba tradicionalmente como la voluntad de Dios, la persona religiosa
moderna está desarrollando su facultad pensante. Está dispuesta a aceptar la
voluntad de Dios, pero, al menos, quiere una respuesta más racional respecto de
por qué existe esto. Se le ofrecen dos puntos de vista: el popular y el
profundo. Este problema desafía la solución racional si sólo se lo trata desde
el primer punto de vista, pero empieza a rendirse si se lo trata desde ambos
puntos de vista combinados. En realidad, no hay una explicación popular del mal
que pueda librarse de que un intelecto bastante agudo lo acribille con su
crítica.
La persona religiosa moderna no deberá contentarse con lo que
la experiencia y el sentido común le digan; también deberá oír lo que la
reflexión metafísica y la revelación mística tengan que decirle. Para los fines
prácticos, podrá seguir andando con lo primero, pero para los fines filosóficos
es necesario que añada lo segundo.
En una mentalidad equilibrada y amplia, los dos criterios no
se excluyen mutuamente sino que pueden unirse con facilidad; en una mentalidad
estrecha, ni siquiera pueden encontrarse. Cuando al materialista, al egoísta y
al de mentalidad superficial se los enfrenta con estos dos modos de ver al
mundo, los encuentran contrarios e incompatibles, marcadamente conflictivos y
desesperadamente inconciliables. Semejan un coche cuyas ruedas giran
simultáneamente en direcciones contrarias.
Pero el investigador filosófico, que cultiva su psiquis con
más plenitud y mejor equilibrio, puede permitirles que existan uno junto al
otro sin que él se separe en dos personalidades inconexas. Le es enteramente
posible sintetizarlos sin revelar esquizofrenia.
De esta manera, su comprensión racional del mundo se une
perfectamente, en la acabada personalidad, con su experiencia sensoria de
aquél; su aprehensión mística de la vida se equilibra agradablemente con sus
reacciones emocionales hacia ella. Nada se quita y nada se niega.
La comprensión de este asunto se oscurece para nuestra mente
al no tomarnos la molestia de definir cómo usamos esta palabra "mal".
Deberíamos rehusamos a negar o admitir la existencia del mal antes de que
hayamos debatido esta cuestión: "¿Qué quieres decir con el término
‘mal'?" Una vez logrado esto, descubriremos que el mal del que hemos de
salvarnos está en gran medida (pero no íntegramente) dentro de nosotros mismos.
¿Qué significamos cuando decimos que un acontecimiento, una cosa o una persona
son "malos"? En Más Allá del Yoga, explicamos cómo las palabras se
entretejen fuertemente con la sustancia misma del entendimiento humano. Cuando
investigamos el lenguaje en el que toman forma nuestros conceptos, estamos
investigando los conceptos mismos.
Entonces tal vez descubramos, azoradísimos, cuan importantes
son las influencias psicológicas ejercidas por palabras y frases que se
convirtieron en estandarizados clisés despojados de significado claro. Tal vez
notemos cómo se ilumina el carácter total de problemas oscuros. Será más fácil
deducir el origen del mal después de deducir su naturaleza.
En los trópicos nos es dable observar a las ranas
"malas" que cazan a las luciérnagas "buenas", y a las
víboras "malas" que cazan, a su vez, a las ranas "buenas".
Todo lo que cree un estado conflictivo dentro o fuera de una criatura viva, y
de esa manera, perturbe o destruya su felicidad, es "malo" para esa
criatura. Puede originarse en que algún animal obedezca a sus apetitos, en que
algún humano se comporte malvadamente, o en alguna violencia por parte de la naturaleza.
Puede resultar de un acontecimiento, de una acción o de la
relación entre éstos. Aunque esto es muy cierto, solamente lo es en un sentido
limitado y relativo. El hecho es que cada criatura "piensa" lo malo
de una situación.
Cuando preguntamos por qué deben existir bestias salvajes en
el universo, pensamos en los efectos de aquéllas sobre las demás criaturas,
incluidos nosotros mismos. Jamás cesamos de pensar por qué estas bestias no
deberían existir por su bien y el de sus propias individualidades. Lo que llegaron
a ser como resultado de la acción y de la interacción, del desarrollo y de la
degeneración del lado brillante de las cosas, justamente tuvo que ser.
Una no tenía por propósito exclusivo servir a cualquier
especie, como la otra no lo tenía exclusivamente de perjudicar a aquella
especie. En el caso de los hombres, a todo lo desagradable para un punto de
vista humano, incómodo para su egoísmo humano, contrario a sus deseos humanos,
y doloroso para sus cuerpos humanos, se lo considera habitualmente como malo.
El mal del mundo es sólo relativa y parcialmente malo, nunca
lo es absoluta y eternamente. Es malo en una época particular, o en un lugar
particular, o en relación con una criatura particular. Este principio de la
relatividad de las ideas conduce a extraños resultados. Uno de los primeros es
que algo puede ser malo desde el punto de vista de un individuo puesto en
particulares circunstancias en una época particular, pero no puede ser malo
desde un punto de vista universal. Carlomagno se abrió camino a través de la
entenebrecida Europa con su espada puesta al servicio de la cultura católica.
Pero cuando esa misma cultura se volvió demasiado estrecha y demasiado
intolerante, las hordas turcas que irrumpieron en Constantinopla dispersaron
los textos clásicos tanto tiempo amontonados en las bibliotecas de Bizancio,
condujeron a Italia a sus custodios, y de esta manera, liberaron sobre Europa
nuevas fuerzas que estimularon grandemente el movimiento renacentista ya en
existencia.
En estos dos casos, la guerra "mala" produjo
resultados culturales "buenos". En nuestra propia vida, hemos visto
al ateo malo lanzando su obra de destrucción de la religión decadente. Pero en
las manos de una Providencia superior, también vemos, finalmente, que se la usó
indirectamente para purificar, y de esta manera, promover verdaderamente la
religión. La Idea Divina se elabora tanto a través de las fragilidades humanas
como de las virtudes humanas. En este sentido, el mal es, a veces, nuestro
maestro. Sería valioso contar los numerosos casos en los que la dificultad
indujo nuestro propio bien, y la aflicción demostró ser paz embozada. Luego de
experimentar el lado más tenebroso de la vida, estamos en mejores condiciones
de ascender hacia el lado más brillante hacia el cual ella nos dirige. Antes de
la guerra, algunos de nosotros hacía tiempo que buscábamos un Mesías, pero lo
queríamos en nuestros propios términos egoístas. Queríamos que fuera blando y
afable: incluso, que sentimentalmente nos halagara.
Jamás soñamos que, en lugar de él, podría venir un precursor
como Hitler, cabalmente duro e inmisericordemente cruel, para castigarnos por
nuestro materialismo personal y nuestro egoísmo nacional. Buscábamos redención,
pero jamás soñamos que podríamos haber sido redimidos por el poder terrible del
sufrimiento que nacería del mal. Una compensación por los sufrimientos de
guerra causados por otros hombres es que aquéllos despiertan las mentes de
numerosas personas y las ponen en el sendero para que averigüen el significado
del sufrimiento y de la vida misma. Pero mientras persistan en ignorar la
relatividad de las ideas y alcen sus opiniones personales o sus preferencias
individuales como la verdad, continuarán descarriándose y descarriando a los
demás; prolongarán innecesariamente sus aflicciones.
El mal que aparece cuando se ven los acontecimientos por
primera vez, tal vez desaparezca cuando se los vea por segunda vez. Esto se
debe a que, en el ordenamiento de la vida universal, hay una exactitud última.
¿Quién es Satán? "El mal es efímero. Al final, él mismo se derrota. Sólo
tiene vida negativa. Representa el hecho de no ver lo que es, de no obrar en
armonía, de no entender la verdad. En suma, el mal es la falta de comprensión
apropiada, es apartarse demasiado lejos del verdadero ser, es una captación
inadecuada de la vida. Cuando se logra la intuición y se corrigen estas
deficiencias, el mal cesa en sus actividades y desaparece.
El místico que penetra en la esencia profunda del ser, allí no
encuentra al mal". Esta cita de La Sabiduría del Yo Superior, que el
crítico de The Times afirma que es el "resumen" que el autor hace del
mal, y lo critica como tal, jamás tuve el propósito, siquiera entonces, de ser
un "resumen". Pero, entender adecuadamente la enseñanza exige que se
conozca el hecho de que la actitud de esa enseñanza hacia el mal no se agota
con esta cita sino que, en realidad, es de carácter doble. La creencia (que el
crítico parece sostener) en una oposición satánica está también incluida, pero
de modo diferente, en nuestra propia actitud. No negamos sino que, por lo
contrario, admitimos plenamente la existencia de fuerzas individuales adversas
a la evolución espiritual.
No cuestionamos la presencia de entes malignos y poderes
satánicos. Hay fuerzas del mal tanto fuera como dentro del hombre. Estos
agentes suprafisicos trabajan en el mundo invisible y, bajo ciertas condiciones
anormales, se entremezclan con personajes humanos vivos para influir sobre los
pensamientos y acciones de éstos u oponerse a su progreso espiritual. El aspirante
espiritual se topa inevitablemente con la oposición de estos elementos
adversos, y las fuerzas del mal se mueven contra él de modo astuto. Por buenas
que sean al comienzo las intenciones y por nobles que sean los ideales del
aspirante espiritual, sin embargo es posible que, involuntaria y sutilmente, el
poder maligno de aquellos elementos y fuerzas del mal influyan sobre él. Si
sucumbe ante ellos, algunos de aquéllos en los cuales confía le traicionan, sus
juicios resultan ser equivocados, sus acciones se confunden, y las
circunstancias trabajan contra él.
Le conducen de una acción a otra, primero mediante tentación
interna, pero luego mediante compulsión externa, envolviéndole cada vez más en
sus redes, y amenazándole con consecuencias cada vez peores. Para huir de cada
consecuencia a medida que ésta surja, él tiene que cometer nuevos actos que le
arrastran cada vez más hacia abajo. Al final, la tragedia le atrapa y el
desastre le abruma. Si pudiéramos rastrear los efectos aparentes hasta sus
causas ocultas, rastrearíamos muchos problemas hasta semejantes fuerzas
psíquicas adversas, pertenecientes al mundo invisible. La segunda guerra
mundial fue un ejemplo destacado.
Tenía un contenido psíquico incluso antes de que se pusiera en
marcha física y visiblemente. Además de lo que fue política y militarmente, fue
también una lucha dramática entre las fuerzas del bien y los poderes de las
tinieblas.
Podemos estar seguros de que quienquiera que trate de
despertar el odio de los buenos e inflame la ira contra lo Verdadero se ha
prestado a las oscuras fuerzas de la naturaleza. A los jerarcas nazis los
poseían sucios demonios, animados por poderes malignos de las regiones ocultas.
Aquéllos intentaron cubrir su culpa con la vieja treta de la mentira maliciosa.
Los que estaban trabajando detrás de Hitler no eran entes humanos.
Procuraban convertir a
los hombres en las más peligrosas de todas las bestias, tratando de
transformarlos en animales arteros, carentes de discernimiento moral y privados
de reflexión superior. Al movimiento nazi lo inspiraban mediaciones perversas,
humanas pero desencamadas. Todas eran demoníacas; todas eran poderes de los
infiernos más bajos. De allí las mentiras, la opresión, la crueldad, el
materialismo, la codicia y la degradación que dispersaron por doquier. Los
nazis no procuraron tanto crucificar a la humanidad mediante su arrogante
agresividad y su brutalidad violenta; fue más bien mediante su negación de la
justicia, su oposición a la espiritualidad y su desprecio hacia la verdad, que
trataron de clavar a la raza humana en la cruz de sufrimientos de los que no
había ejemplos.
En lo más recóndito del nazismo había una suciedad
indescriptiblemente negra e inconmensurablemente peor que cualquier plaga que
haya acosado alguna vez a la humanidad, pues brotó de regiones diabólicas
infernales, de un gigantesco ataque masivo de siniestras fuerzas invisibles que
confiaban en destruir el alma y esclavizar al cuerpo del hombre. Nunca había
ocurrido esta peligrosa incursión de espíritus del mal en los asuntos de
nuestro mundo, en tan vasta escala. Puede decirse que la humanidad escapó
apenas del más terrible revés de su historia. Si los nazis hubieran ganado,
hubiera sido estrangulado todo ideal espiritual, hubiera sido ahogado todo
valor espiritual. La justicia interior de las cosas los anuló, y la humanidad
(dolorida y herida, pero salva y viva) emergió de su gran peligro, tan sólo
para encontrarse frente a otro intento de las mismas fuerzas oscuras para
dominar nuevamente al mundo, pero usando un canal diferente. Pero todo esto no
coloca a estos poderes opuestos en un nivel de igualdad con la fuerza del bien
en la lucha universal; representan sus papeles necesarios y no es menester que
los consideremos como errores imprevistos o malignos accidentes en el pensamiento
divino. Las fuerzas del mal son siempre agresivas porque siempre deben tratar
de destruir lo que, al final, las destruirá. Solamente el bien perdurará.
Corresponde a la naturaleza misma de los seres malos, como de
los pensamientos malos, atacarse entre sí, y al final, destruirse
recíprocamente. Entretanto, sus poderes son estrictamente limitados, y la
oposición de ellos, cuando es vencida, ayuda realmente a desarrollar en
nosotros al bien. No necesitamos vacilar en creer que el bien triunfará siempre
en última instancia y sobrevivirá siempre al mal, que ningún género de mal
tiene existencia independiente sino que todos los géneros del mal son sólo
aspectos relativos de la existencia. Pero esta lucha y este triunfo sólo podrán
existir en cada ente individual. No existen ni pueden existir en el cosmos en
conjunto, porque éste es una manifestación de Dios. Aquí sólo prevalece la
voluntad de Dios.
Existen los hombres malos y los espíritus malos, pero si hay
un principio independiente del mal, eso es otra cuestión. Quien crea en la
existencia eterna de Dios y admita la realidad eterna del mal, tendrá que
rastrear esta última hasta su origen. Si ese origen es una personalidad o un
principio coetáneo y co-perdurable con el universo, entonces maneja su voluntad
diabólica a pesar de Dios; entonces, hay realmente dos seres supremos.
Las lógicas exigencias de unidad no permiten semejante
conclusión imposible. Eso priva a Dios de su muy blasonada omnipotencia y
representa un dualismo que pone a sus solícitos creyentes en un profundo
dilema. Por otro lado, si se rastrea el origen del mal hasta un principio
inferior o una personalidad inferior, nuevamente se los pone en un dilema, pues
semejante conclusión deja sin explicar la cuestión de por qué Dios tolera la existencia
de esta terrible entidad en vez de extinguir de Su Universo todo vestigio de
mal. Si esto fuera cierto, entonces Dios ¡debería compartir la culpa de Satán!
Finalmente, si se rastrea al mal hasta el hombre mismo, entonces Dios, al
permitirle que caiga y se condene, o ignora las malas acciones de Sus Criaturas
o es indiferente a ellas. Tal como la filosofía dice que el concepto de Dios a
semejanza del hombre es conveniente solamente para las inteligencias inmaduras,
de igual modo dice que el concepto del mal a semejanza del hombre,
personificado bajo la figura de Satán, es también sólo para inteligencias
inmaduras. Hay influencias individuales malignas, incluso espíritus
individuales malignos, y ellos constituyen, en ocasiones, una oposición para el
aspirante.
Pero la máxima oposición no proviene de una criatura llamada
Satán; deriva del propio corazón del aspirante, de sus propias debilidades, de
sus propios pensamientos malos. No deberá permitirse que el reconocimiento de
esas fuerzas invisibles tape el reconocimiento de la propia responsabilidad
primaria del aspirante.
No es pertinente que aquí nos ocupemos de la cuestión de la
naturaleza de la existencia de Dios, salvo para señalar que la filosofía
combina los criterios tanto de trascendencia como de inmanencia. Pero todo
pensamiento dualista que admita al bien y al mal como fuerzas separadas, reales
y eternas del universo, se envolverá siempre en estas contradicciones. Y es
dualista toda doctrina que enseñe que las fuerzas prístinas del mundo son dos,
no una sola. El criterio ortodoxo y popular, que sostiene que el poder divino
lucha eterna y desesperadamente contra un poder satánico, y que este último es
enteramente independiente de él y eternamente opuesto a él, es dualista. Por
tanto, también está atrapado en estas contradicciones, pero representa el punto
de vista inmediato más sostenible.
Sin embargo, la filosofía va más allá y más profundamente que
las meras apariencias: de allí que represente el punto de vista último. A
quienes de su visión del mundo proscribieron los valores espirituales tenemos
derecho a preguntarles qué han ganado. Ninguna respuesta podrá ocultar el fiero
hecho de un mundo en las garras del mal y del infortunio.
El fracaso de aquéllos en integrar la realidad espiritual en
nuestra visión de la vida ha producido las consecuencias internas y extemas más
desgraciadas. Ha producido un decenio en el que los crímenes inauditos de
tiranos carentes de principios y las desdichas de masas desvalidas desanimaron
y afligieron a todas las personas reflexivas y de buen corazón. Este lúgubre
menoscabo de la dignidad humana es la finalidad lógica del materialismo y es
por tales razones que quienes puedan comprender las importantes consecuencias
que el destino de la raza humana hoy afronta deberán entablar la dura lucha
contra el materialismo como si fuera una guerra santa. La guerra y la crisis
constituyen un juicio trágico sobre una sociedad que estaba cayendo de cabeza
en el abismo de esa equivocada visión del mundo. Su angustia actual y su estado
de aturdimiento demuestran, para su vergüenza, cuan poca sabiduría y cuánta
fragilidad hay todavía en los seres humanos.
También demuestra que el materialismo no tiene futuro, pues no
puede proporcionar una sana base moral de vida ni una esperanzada base
metafísica para pensar en la humanidad. Debido a que nuestra generación fue
violentamente confrontada y sacudida por oscuros aspectos de la vida, como lo
son la muerte y el sufrimiento, que la mayoría de las generaciones
habitualmente ignoran, tiene que considerarlos o huir de ellos.
El primer rumbo la lleva hacia un sentimiento religioso vital
o un sentimiento ateo refractario. El segundo rumbo la hunde en la sensualidad.
Este es el siglo del desafío. La humanidad deberá escoger entre continuar en el
viejo modo materialista de vida o poner en marcha un modo más espiritual. Y a
menos que el sufrimiento de la guerra y la crisis despierten espiritualmente a
una cantidad suficiente de personas, la perspectiva será oscura. La situación
es grave todavía. Dentro de poco sabremos con exactitud hasta dónde ha llegado
este despertar. Los acontecimientos no dejarán en paz a la humanidad; la están
acorralando de modo tal que no hay escape.
Deberá hallar un modo nuevo y mejor de vida, o hundirse y
perecer. En La Sabiduría del Yo Superior escribimos que la humanidad estaba
caminando por el borde de un precipicio. Esa advertencia debe reiterarse aquí
en el sentido de que si no responde al nuevo llamado mientras todavía hay
tiempo, sus días de seguridad están contados.
Las opciones son claras. La humanidad deberá ampliar
penosamente su perspectiva para incluir la base espiritual de la vida o
continuar restringiéndose a un materialismo en ocasiones patente, a veces
encubierto. En el primer caso, se salvará y salvará a su civilización; en el
segundo, sucumbirá ante los males que semejante materialismo engendra.
Cuando interpretamos estos hechos a la luz de la filosofía,
observamos que mientras los hombres buscaron solamente un triunfo personal
partidista o grupal sobre otros hombres, en vez de buscar el triunfo del bien
sobre el mal, y de la verdad sobre la falsedad, sus asuntos siguieron pasando
de un yerro a otro y de una aflicción a otra. Tales personas, de modo natural
pero muy equivocadamente, distribuyen su crítica sobre otros hombres, o sobre
acontecimientos o cosas. Los problemas políticos y sociales encubrían un
problema más profundo aún.
Quienes formulaban un juicio rápido sobre datos limitados o
quienes creían que la mente es un mero derivado de la materia, no podían
percibir esta verdad. En medio de todo este clamor de lenguas y sistemas,
individuos e intereses, los problemas fundamentales se oscurecieron y su
carácter esencialmente mental y ético permaneció invisible. El fracaso
espiritual y la crisis política de esta época se ahondaron antes de la guerra;
ni su mente ni su corazón fueron capaces de recuperar a uno o resolver a la
otra. Su alardeado progreso se descubrió que era superficial.
La filosofía rechaza las opiniones esotéricas hindúes de que
el universo no es más que ilusión, que sus luchas son un juguetón pasatiempo de
Dios, o su nacimiento un craso error de Dios. Pero es erróneo decir que el
Supremo crea el mal. El hombre lo crea; el Supremo meramente lo permite. Si
esto no fuera así, el hombre podría reclamar que se lo liberara de su
responsabilidad personal de obrar mal. Si la voluntad individual del hombre
está incluida en la más poderosa voluntad de la Naturaleza (Dios), y está
sujeta a ella, empero tiene la independencia para elegir, la fuerza para crear
y la libertad para actuar dentro de límites fijos. No es incoherente conceder
que, en su carácter inmediato, el mal existe y tiene vasto alcance y poder
formidable, mientras en su carácter último es preferentemente la ausencia del
bien. La experiencia atestigua eso. Pero existe como nuestra idea humana y en
un sentido relativo. No tiene más ni menos realidad que cualquiera de nuestras
otras ideas. Aquí la filosofía no enuncia doctrinas nuevas. En la Edad Media,
Tomás de Aquino argumentaba que el pecado es estar privado del bien.
En época anterior, Plotino argumentaba que la infinitud misma
de Dios debe, en consecuencia, implicar imperfecciones como males morales y
físicos y que, en vez de infringir la omnipotencia de Dios, estas
imperfecciones realmente indican Su infinitud. En la era pre-cristiana, Platón
transmitió una tradición que explicaba al mal como la negación de la actividad
positiva y benéfica de Dios. Trátase de un largo y fatigoso camino, pero es un
hecho que hasta que los hombres lleguen a una etapa avanzada de evolución, no
aprenderán, excepto que se entreguen a la enseñanza del sufrimiento y a las
lecciones de la congoja advirtiendo las aflicciones que se suceden tras una
acción equivocada y malas obras. Tarde o temprano, los hombres afrontan los
resultados de las pasadas acciones malas o insensatas.
El mero espectáculo terrible del odio organizado bastaría para
que alguien se volviera cínicamente pesimista acerca de la naturaleza humana.
Pero cuando esa persona advierte cuan monstruosamente se extiende el mal en el
carácter humano por todo el mundo, y especialmente cuando descubre cuán
hondamente penetra en los denominados círculos espirituales, deberá retroceder
espantada y aterrorizada en lo que a ella respecta, sin esperanzas ni confianza
en lo que concierne a la humanidad. Deberá percibir que el dogma católico
romano del pecado original no dista de la verdad práctica, por lejano que esté
de la verdad última. Semejante situación, como la actual situación de la
humanidad, está llena de los más graves peligros y no puede continuar mucho más
que un decenio más o menos. Si no se le pone fin pronto, serán las fuerzas
evolutivas las que pondrán fin a nuestra presuntuosa civilización humana. A un
hombre poseído por los demonios (Hitler) lo consideraron un nuevo Mesías, un
profeta de Dios.
El hecho de que Hitler, en menos tiempo, hiciera más para
modelar el pensamiento y la vida de millones de seres favorables al mal que
cualquier otro hombre capaz alguna vez de favorecer al bien, es una triste
prueba de que la moralidad experimentará más rápidamente una caída que un
surgimiento, y de que la espiritualidad es más difícil que llegue, que la
materialidad. Los alemanes siguieron a este Anti-Cristo con una devoción y una
fe mayores que la que habían demostrado hacia Jesús. El Anti-Cristo ocupa
siempre el campo antes, durante o después de la hora destinada a la aparición
del Cristo verdadero. Pero en nuestro tiempo esto no sólo es cierto respecto de
los problemas espirituales (o sea, religiosos, místicos, morales y
metafísicos), también lo es respecto de las imágenes sociales que aquéllos
reflejan. Porque el veloz movimiento de la técnica moderna impulsa un
movimiento paralelo de las naciones modernas rumbo a una asociación mundial
supranacional, el nazismo ofreció, por adelantado, su propia versión egoísta y
caricaturizada de lo que semejante asociación debería ser, y procuró
materializarla por la fuerza. El buen éxito habría impedido que se fundara una
verdadera asociación mundial. La versión nazi era muy sencilla. Consistía en
¡el pitón alemán que se-tragaba a todos los demás animales y, de esta manera,
creaba, con todos ellos, una unión! Los nazis tenían inteligencia y ganas
suficientes para apropiarse de algunos valores espirituales, ofreciendo sus falsificaciones
materialistas.
El hecho asombroso es que creaban una parodia horrible de
ideas capitales que eran oportunas para incorporarlas a la actitud del hombre
moderno respecto de la vida. De esta manera esperaban aprovecharse del espíritu
de los tiempos para engañar a aquél. Tal vez se formule esta pregunta: si el
mal es una cosa relativa y no absoluta, ¿por qué a las fuerzas que inspiraron a
los nazis las llamamos fuerzas del "mal"? La primera respuesta es
que, en la etapa de cultura ética que las masas alemanas habían generalmente
alcanzado, lo que debía haber sido bueno para ellas los nazis lo representaban
como malo, mientras que lo que debía haber sido malo para ellas, se lo
representaban como bueno. La segunda respuesta es que espíritus malignos mentirosos
dirigían al movimiento nazi desde dentro... ¿Por qué no trabajar en favor del
mero auto-engrandecimiento si el individuo es nada más que la persona física y
egoísta? ¿Por qué no dejar que la guerra destruya a un millón de hombres,
mujeres y niños cuando éstos obstruyen la senda hacia semejante triunfo
personal si, tarde o temprano, están condenados a perecer, de todos modos, para
siempre? ¿Por qué no establecer la adquisición de cada vez más y más bienes
todavía, por los medios más terribles, si la afortunada adquisición de cosas
materiales es la única aspiración razonable en la vida de un hombre? ¿Por qué
no intimidar a todos los clérigos, a todos los estudiantes de literatura, a
todos los predicadores de ética, a todos los filósofos del espíritu, a todos
los artistas de elevado genio cuya influencia da a sus seguidores la
debilitante idea que los despierte ante el hecho de que puede existir una
realidad más allá de este montón de carne y de su medio ambiente terreno? Estas
eran preguntas razonables para la mente nazi porque estaba llena de hostilidad
hacia lo divino en sí y de odio hacia lo divino en los demás. De allí que su
peor legado de posguerra para el mundo sea el prejuicio, el rencor, el recelo,
la intolerancia, la envidia, la ira, el desequilibrio, la codicia, la crueldad,
la violencia y el odio, males éstos que corroen los corazones de millones de
personas con intensidad terrible. Esta es la peligrosa situación emocional que
el nazismo dejó a la humanidad. Jamás hubo, en la historia del mundo, tanto
odio y tanto rencor. Jamás hubo, en la historia, tanta necesidad de
benevolencia y solidaridad entre los seres humanos. Esta situación conmueve y
desanima a todos los que, de verdad, desean el bien de la humanidad. Por tanto,
¿cuál es la lección que la humanidad más necesita aprender en la actualidad? La
lección de la piedad, de la compasión. La necesidad de más amor y menos odio en
el mundo es evidente. Empero, los hechos externos y los movimientos emocionales
de nuestra época muestran más odio y menos amor. ¿Dónde está nuestro alardeado
progreso? La última consecuencia de toda esta tendencia del mundo de antes de
1939 fue la desolación y la violencia de la guerra. La última consecuencia de
ella en el mundo de la época de paz puede ser desastrosa a su modo. La
generación más joven creció en una atmósfera explosiva, egoísta y materialista.
Si la tragedia pública y el vacío privado, pertenecientes a nuestra época, no
pueden convertir a esa generación y a muchos de sus mayores hacia un modo
espiritual de vivir, nada podrá hacerse con bastante rapidez. En ese caso,
antes de que pase mucho tiempo, la destrucción total pondrá fin a nuestra
civilización decadente. Quienes tenían ojos para ver percibían claramente,
incluso cuando el nazismo estaba en su cenit, que una de las principales tareas
históricas de aquél sería la de acelerar este proceso en la Alemania misma, en
la que las formas nazis se derrumbaron por completo, incluso después de una
existencia más breve. Y esto porque aquellas formas eran, en esencia, demasiado
retrógradas en ese tiempo. A sus adherentes les proporcionaban toda la ilusión,
pero poca realidad de progreso. De este modo, fueron envenenando los renuevos
desde la verdadera línea de progreso. Parte de la misión semiconsciente de
Hitler era liquidar el viejo orden de cosas y destruir las perspectivas del
mundo que habían perdido su oportunidad y su capacidad de servicio. Pero,
aunque en este sentido Hitler estaba muy adelantado a su época, en otros
sentidos estaba, por supuesto, muy detrás de ella. No entendía que la era de
los dinosaurios morales y de los pterodáctilos mentales había pasado hacía
tiempo. El prevaleciente estado materialista del mundo y su consiguiente
influencia sobre el carácter humano pueden llevar a algo incluso más devastador
que la guerra. La naturaleza también podría participar del juego. En un par de
meses, precisamente después de la primera guerra mundial, la epidemia de gripe
mató muchas veces más personas que las que perecieron durante los cuatro años
de esa misma guerra.
La ciencia y la civilización, la cultura y las ciudades de la
Atlántida fueron borradas de la superficie de la Tierra, las devoró una vasta
masa de agua que, desde entonces, durante miles de años de moverse
incesantemente, dejó limpio de la suciedad antigua el asiento de aquéllas. A
través de semejantes cataclismos, la naturaleza se libera de la molesta
presencia de los malvados, purifica su cuerpo de nidos de corrupción, y se
defiende contra los vicios que su propia prole procura establecer. De esta
manera, la naturaleza le devuelve a la humanidad los castigos por las
iniquidades de ésta.
Cuando la violencia de la naturaleza, como en los terremotos y
ciclones es tan grande, o cuando los golpes del destino son tan recios como
para hacerles sentir a los hombres su pequeñez y su impotencia, el instinto de
volverse hacia algún poder superior con resignación o súplica, surge
espontáneamente. En nuestra época, fueron muchos los que, tan aturdidos por un
duro materialismo, llegaron a negar la realidad de este instinto, pero sólo lo
han encubierto. No pueden destruirlo. Pero al desafío lo volvió final, urgente
y agudo una fuerza nueva a la que se dejó suelta en el mundo: ¡las bombas
atómicas y de hidrógeno! La energía liberada por la desintegración atómica está
ahora en nuestras manos. Lo que otrora fuera el sueño fantástico de unos pocos
científicos se convirtió en la horrible realidad de la historia contemporánea.
El nuevo tipo de bomba tiene efectos sin paralelo. Puede
destruir e incendiar una vasta región de un modo total, antes desconocido;
puede, en un solo ataque, hacer desaparecer ciudades enteras con su tremenda
concentración de potencia incendiaria y explosiva. Hizo que fueran anticuadas
todas las armas militares conocidas y relegó como obsoletos muchos problemas de
seguridad. Sus posibilidades de matanza masiva constituyen la mayor revelación
de nuestros tiempos. Es significativo que la bomba atómica no apareciera hasta
el final de la guerra contra el Japón, y no apareciera en la guerra contra Alemania.
Esto señala el hecho de que, si se desarrolla otra guerra, este nuevo género de
conflicto bélico ha estado reservado para él solo en los designios del destino
y los anales de la historia. La guerra deberá ahora matar por completo a la
mayor parte de la raza humana o matarse a sí misma mediante su propia
perfección. Ella es tal vez la forma más dramática y más visible del mal en
toda la historia de la humanidad. El orden que la humanidad construye es,
después de todo, la expresión de su percepción espiritual o de su ceguera
espiritual. El orden nuevo no será mejor si no es mejor el entendimiento.
Caerán en falsas esperanzas todos los que no logren percibir la directa
relación causal entre la vida interior y la vida exterior, y quienes ignoren el
accionar exacto e infalible de la ley moral. Las vastas crisis y calamidades
que golpearon al mundo despertaron, en millones de personas, vivas expectativas
de cambio social y renovación universal inminentes en las formas espirituales y
materiales de la sociedad. Estas tensiones terribles hicieron que numerosos
sufrientes se dedicaran a buscar su propia redención. Nadie puede determinar
todavía, con exactitud, cuan grande debe ser la cantidad de aquéllos, pero
cualquiera puede percibir cuan pequeña debe ser en proporción con el total de
población. Podemos estar seguros de que existe una razón tremenda para que el
destino permitiera las consecuencias tremendas de que la energía nuclear se
pusiera a disposición de la humanidad en esta precisa coyuntura de la historia.
Por tanto, no es un accidente que, en esta generación, todo haya entrado en un
estado de crisis. Una voluntad superior está guiando los asuntos mundiales.
Este estado no podría haberse desarrollado con antelación, pues entonces habría
sido muy prematuro. Está sincronizado kármicamente y conectado anteriormente
con el gran punto crucial de la evolución del ente humano, con el apartamiento
de la desequilibrada inmersión en las apariencias físicas y del apego excesivo
a la personalidad.
¡Cuánto mal humano desaparecería si los hombres ampliaran sus
perspectivas y achicaran su egocentrismo! Los efectos externos de este
movimiento evolutivo interior se están sintiendo grandemente por todas partes
pero en ninguna parte se los está entendiendo claramente. Lo que en Mas Allá
del Yoga afirmamos en el sentido de que la humanidad se está acercando al
umbral de la adultez significa que, desde el instante en el que comenzó el
nuevo sesgo evolutivo, la evolución ignorante e infantiloide del ente humano
también empezó a tocar a su fin. Hasta aquí, había andado entre tropiezos,
medio a ciegas, en su adolescencia y su juventud. De aquí en adelante, recibirá
conocimiento y podrá desplazarse más conscientemente; también tendrá que
asumir, cada vez más, las responsabilidades de la madurez espiritual. Cuando a
su tiempo la crisis actual llegue a su fin, interiormente se liberará un
influjo divino y exteriormente se manifestarán varios maestros espiritualmente
de altos grados. El siglo XX será, realmente, el "siglo de la iluminación".
De esta manera, al principio involuntariamente y más tarde voluntariamente, el
hombre obedece al propósito superior que el plan divino le tiene asignado. Este
propósito no puede dejar de cumplirse, pues, en este universo, cada cosa
trabaja en procura de ese fin. Para cumplirlo no depende de su cooperación
consciente, ni lo desbaratará su oposición ciega. Puede trabajar con él u
oponérsele.
Al final, el primer derrotero conducirá hacia el regocijo, el
segundo hacia el sufrimiento. Tal como está constituido, no le es fácil tomar
el derrotero más sabio. Empero, la evolución le forzará a entrar en él
gradualmente, de modo fácil o no, pues el mundo es un mundo correctamente
ordenado. El movimiento de la humanidad es cíclico y en este momento en que la
rueda deberá dar una nueva vuelta, las dos fuerzas universales que luchan
eternamente entre sí (la fuerza que eleva al hombre y la fuerza que lo degrada,
los elementos evolutivos y los elementos adversos de la naturaleza) se
encuentra en una lucha tremenda, de tensión inaudita. Quien no logre percibir
que éste es el problema fundamental o quien, percibiéndolo procure eludirlo,
contribuye a ser responsable de los acontecimientos que se sucedan. Si no
entendemos a las fuerzas humanas y sobrehumanas que están trabajando en el
mundo, no entenderemos cómo ocuparnos apropiadamente de la crisis mundial
misma. Deberemos llegar a ser conscientes de qué dirección inevitable están
tomando las fuerzas históricas por debajo de los acontecimientos visibles; y
deberemos aprender a interpretar correctamente las diversas corrientes y
contracorrientes que el período de posguerra puso en marcha. Los
descubrimientos nucleares fuerzan a la humanidad a elegir entre dos opciones:
la aceptación real de la ley moral, o la virtual autodestrucción. Este es el
accionar divino.
La actual es realmente una época fatal. ¡Hoy vivimos todos con
bombas terribles que penden invisibles sobre nuestras cabezas! Sólo un cambio
drástico de las actitudes morales podrá afrontar con eficacia su peligroso
desafío. ¿Y qué otra cosa es esto sino una elección entre cultivar una
autodisciplina mayor o aferrarse a un egoísmo obsoleto; una decisión entre una
alianza con la presencia sagrada o una continuación de la indiferencia hacia
aquélla? Si fracasamos en efectuar la elección correcta, entonces no pasará
mucho tiempo antes de que la vida civilizada de este planeta llegue a su fin.
El curso de los acontecimientos después de la segunda guerra mundial no puede
parecerse al curso de los acontecimientos después de la primera guerra mundial.
Todo está contra eso, pues esta vez la humanidad afronta un ultimátum, un
desafío final para que inaugure una época nueva y más noble, o desaparezca de
la Tierra en general. Las dos opciones se nos han presentado claramente para
que escojamos entre ellas. No hay un camino medio.
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